Nos recuerdo delante de un Rothko en Bilbao, en Nueva York, en Madrid. Los dos en silencio, atrapados por tanta luz. Tenía la entrada anterior, la dedicada a las supuestas implicaciones místicas de su pintura, escrita hace bastantes días, esperando turno en la bandeja de borradores. Y esta mañana, mientras aguardo para verte, me ha apetecido publicarla.
Madrid aún conserva la luz de Agosto, la que entra por tu ventana, deslumbrante luz trasparente y abrasadora, como la de alguno de sus cuadros.
Hace unos días leí que una de las periodistas que se libraron de la masacre del Charlie Hebdo, Catherine Meurisse, ha publicado un libro para, a través de la belleza, recobrar la liviandad, recuperar su vida. Así se llama el libro, La légèreté. Tengo que investigar si se ha publicado en español, porque las ilustraciones son hermosísimas y me gustaría hacerme con él. Estos días, a tu lado, no se me ha ido de la cabeza la viñeta con la que abro el comentario, un hombre en un Rothko, caminando hacia la luz. Aquí lo tienes.
Tiene razón, Sol: una pintura es eso que se pega a un lienzo o que empapa el estuco -ahora seco- de un paño de pared monástica o aúlica; seglar o basilical. Unos pigmentos, la impronta de unos dedos, pentimenti camuflados o dejados a posta en evidencia; una secuencia de signos como la gráfica de un electrocardiograma, prismas abiertos tal que cajas de cartón despanzurradas; algo que recuerda una Madonna, un zapato astroso, un corazón en formol, un laberinto… Véase, asúmase y, en el mejor de los casos, disfrútese. Nada más.
Pero, ay, el gradiente por el que se precipitaba el impulso mental del artista… Cosa fina tratar de aprehenderlo, labor de enanos, divertimento de cabalistas, afición por las quimeras. Porque si se pudiera aplicar al artista un polígrafo en las meninges, un detector en la médula espinal, un electrodo en el lóbulo preciso…, pudiese ocurrir que la tira de papel del resultado saliese en blanco…, o con apenas un esbozo confuso de paisajes urbanos, una factura de problemático pago, la desazón de un desencuentro, el regusto de unas gambas al ajillo, los efluvios de una copa de aguardiente, el fastidio por el trabajo que se impone al gusto, una punzada en las lumbares, el despecho por… Habrá cosas que no iban a quedar plasmadas en la tira de papel…; sensaciones abstractas y esa consciencia difusa del propio cuerpo de cuando uno se emplea en una labor tediosa y se percibe tenso y algo entumecido.
Con esos mimbres se han perpetrado las obras más señeras del arte de todos los tiempos. Luego, que vengan los críticos y que pontifiquen.
Salud.
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Fred, sabes de siempre, no hace falta que lo reitere, la alegría y el placer que me suponen tus escritos. En este momento crítico de mi vida te los agradezco especialmente. Llegará un momento en que pueda escribirte largo. Hasta entonces, un abrazo fortísimo
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«Caminando hacia la luz», ella lo es todo. He ahí la clave.
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José querido, un millón de besos
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Sí, todo es luz condensada en carne, tierra, campo, mar… Del magma primigenio al soplo del mistral y las gramíneas. Una espira de lava devino con el tiempo en el tronco del árbol del que salió la pulpa celulosa de la edición príncipe de Hamlet. El corazón de Teresa se nutría del cereal que sombreaban los volcanes de Castilla y el silicio que le falta a esta uña mía es una lente que incinera las retamas de Plutón. El hierro de tu sangre se oxida en los cerrojos de un puente levadizo en la Toscana, y la queratina de un vello de tu pecho fue placa acorazada en el lomo de un lagarto del Cretácico. Y esos intangibles enzimas que brujulean en lo hondo de tus surcos cerebrales, la Heroica, San Juan de la Cruz, una ermita del Monsacro…, no otra cosa son que luz encapsulada en carruseles infinitos de electrones. Y solo existe una luz. A ella hemos de volver.
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Fred, gracias querido
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