Siempre me han producido una gran perplejidad las crónicas de los críticos de arte, sobre todo cuando se aventuran a interpretar las intenciones de un artista al realizar un determinado trabajo. Al margen de lo que tal o cual obra despierte en el espectador, algunas afirmaciones, sobre todo cuando se refieren a obras abstractas, me resultan insólitas. Hace unos días, el crítico de arte del diario El País, Francisco Calvo Serraller, hablando de la obra de Rothko afirmaba que «cualquiera de sus más sagaces contempladores se percatara o se percate de que estaba transida de elementos trascendentales incitadores de conmocionantes efectos de recogimiento interior».
¿Elementos trascendentales? No me cabe duda que Rothko, cuando pintaba, tenía sentimientos que trasladaba al lienzo, que de alguna forma ellos contenían las experiencias de su vida, con sus luces y sombras (tal afirmación parece obvia, ¿no?), pero hallar misticismo en sus cuadros creo que responde más a la mirada del observador (por otro lado, tan enriquecedora) que a una evidente intención del artista.
Rothko pensaba que el color era capaz de producir emociones profundas en el espectador, y nada más cierto. Pintaba cuadro muy grandes porque quería estar más cerca de quien miraba. «Cuando uno pinta cuadros grandes, uno está adentro», afirmaba. Y este es, a mi juicio, su excepcionalidad. Siempre que he tenido la oportunidad de ponerme frente a un Rothko me he sentido succionada por su luz, me ha transportado a su interior y me ha conmocionado. El color te atrapa, te rodea, te ilumina. Paisajes interiores.