«El jardín de Ofelia», por Xuan Bello

ofelia-millaisEl espacio que existe entre el relámpago y el trueno, esa extraña calma que la rapidez de la luz y la lentitud del sonido provocan, ¿qué nombre tendrá en la lengua de los ángeles, arcángeles, tronos, dominaciones y demás celestial compañía? Digo la lengua de los ángeles no por decir: que yo sepa, ni en la mía ni en ninguna otra de la ancha tierra, a no ser en la del silencio blanco, existe un vocablo para ese espacio tan significativo. ¿Lo recuerdan? De niños veíamos el rayo dibujarse en el cielo. Contábamos mentalmente mientras el cielo lentamente se iluminaba en un blanco sonoro y de repente la voz del trueno rasgaba el diamante del día trayendo a veces lluvia, siempre algún recuerdo. Los espacios que se crean entren dos poderosos extremos solemos rellenarlos con la sustancia de la nada y la nada, esa cosa no nacida, sólo ha de tener nombres concretos en la lengua de tan alta creación divina. No así el otoño, entre la luz del verano y la tiniebla del invierno. Entre el espasmo del relámpago y la hondura del trueno, el cálido fulgor del otoño.

Es un tema éste en alguna medida melancólico: recuerdo veranos que duraron un día, como en aquella novela de Thomas Hardy, e inviernos tan suaves que todo florecía fatalmente antes de tiempo; pero otoños como éste que nos ha tocado en Asturias en 2016, que ha prologado el calor tanto tiempo, ha sido algo realmente extraño y feliz. Cualquiera que tenga un jardín sabe que las flores han prologado su vida más allá de todo pronóstico y que, de alguna manera, son flores ahora de otro mundo. El frío, que ya llega por fin, no por rezagado dejará de cumplir su costumbre. Las rosas, los pensamientos y las frágiles cristalinas dejarán sus pétalos en la corriente inmóvil de la tierra.

Andaba pensando en esto cuando caí en una imagen que creía haber leído. Alguien se asoma a un riachuelo de corrientes aguas puras y lanza sobre su imagen reflejada una flor silvestre. Entre dos extremos opuestos e idénticos el vacío del ser. Pensé en Ofelia, la enamorada del Príncipe Hamlet, con la que él no quiso ni entretenerse, y me puse a buscar el paso donde Ofelia se encarama a una rama de sauce y cae. Como tantas cosas que uno sueña partiendo de lo real, de lo real sólo me quedaba una inquieta imagen inexistente. Es la reina Gertrudis quien describe la muerte de Ofelia. Cuando Laertes le pregunta dónde se ha ahogado, la reina imprecisa contesta: «Donde hallaréis un sauce que crece a orillas de ese arroyo, repitiendo en sus ondas cristalinas la imagen de sus hojas pálidas».

En la obra de Shakespeare, especialmente en Hamlet, hay muchas canciones. Quien más canta –alegre y esperanzada primero, trastornada e irónica después– es Ofelia. La flores están en sus canciones de una manera muy precisa e inolvidable. Hay pensamientos, violetas, ranúnculos y margaritas. La flor del romero la recomienda, por ejemplo, para la memoria. Aunque en el libro no se cita la estación en que transcurre la trama, yo creo que fue un otoño como este que hemos tenido tan extraño. Lo que está claro es que como ahora en aquellos días en Dinamarca el verano hacía tocar sus nudillos sobre las puertas del invierno.

Se podría hacer un jardín con las flores de Ofelia, papeles bellamente pintados para recubrir las paredes del olvido con las flores de Ofelia. Serían flores para abandonar entre las páginas de un libro para que alguien las encontrase intactas años después con su aroma alacre. Flores que incendiasen las ramas del árbol de la soledad poniéndole un punto de atractivo misterio.

La corona que Ofelia llevaba el día que se cayó al río era ciertamente extravagante. Estaba compuesta (cito la traducción de Leandro Fernández de Moratín, que es más que buena) de ranúnculos, ortigas, margaritas y luengas flores purpúreas. Estas últimas son las que los campesinos ingleses llaman «foxgloves», guantes de zorra, y los de Tineo estallones; es la digitalis purpúrea, tan arracimada en su violeta violento. La reina Gertrudis la califica de «fantastic», extravagante, y yo supongo que simbolizaría el pensamiento de Ofelia. Pensaría ella, mientras cimblaba la rama del sauce, que tal vez los ángeles se refiriesen a ese espacio que hay entre la nada y la nada con alguna palabra desconocida.

Tenía entre doce y catorce años. En el silencio sigue tarareando sus canciones.

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