Siempre que viajo a otra ciudad lo hago con la inútil pretensión de vivirla como si fuera una vecina más, algo absurdo per se porque observo  con una intención y un detenimiento infinitamente mayor que los que dedico a mi ciudad, y me ocupo de conocer sus barrios y tomarle el pulso con mucho más ahínco. Un grave error, sin duda, porque mi ciudad se merecería  la intencionada mirada del visitante tanto como cualquier otra ciudad del planeta.

 

 

 

 

 

 

Intento empaparme de todo lo que veo.  La parada de metro más cercana a mi alojamiento, la que uso a diario para desplazarme es Maelbeek, donde el 22 de marzo un grupo terrorista mató a 20 personas e hirió a más de cien. No puedo evitar recordarlo cada vez que accedo a sus andenes, cubiertos de azulejos blancos en los que el ilustrador belga Benoît  van Innis dibujó en 1997 los rostros del «pasajero universal». Después del atentado de marzo, el artista  tuvo que rehacer varios retratos. Quizá hoy para muchos bruselenses estos rostros amables  personifiquen a las víctimas.

 

 

 

 

Al norte de Saint-Gilles, el barrio de Marolles, popular  y atractivo, de estrechas calles, pequeño comercio y restaurantes con encanto. En Marolles se encuentra uno de los atractivos más pintorescos de Bruselas, el mercadillo que se celebra los domingos en la Place du-Jeu-de-Balle. El ambiente que se respira aquí no se diferencia mucho del Rastro madrileño, el Portobello londinense o el de Las Pulgas de París: paseantes a la caza del brillante escondido entre pilas de baratijas. Me encanta deambular entre tanto objeto llamativo. Sobre una sábana se apilan muñecas de porcelana. En un tablero, cubiertos de alpaca plateada (recuerdo que hace años, en Portobello, podías encontrar cubiertos de servir de plata y pequeños objetos de la época victoriana a muy buen precio. Aún recuerdo un precioso baúl de viaje que no pude comprar).

 

 

 

 

 

 

Continúo el paseo hasta la iglesia de Sainte-Catherine, un edificio de arquitectura híbrida que no llama mucho mi atención, a no ser porque en una de sus fachadas laterales, salvando la verja, se encuentran unos urinarios públicos para varones. Si os fijáis en la foto, arriba a la izquierda, podréis ver a un joven haciendo uso de los mismos. Quizá sea una práctica normal en otros lugares del mundo, pero es la primera vez que me encuentro con una invitación explícita a hacer pis contra la pared de una iglesia.

 

 

 

 

 

La zona del Sabon, con sus cafés, tiendas de antigüedades, galerías de arte y aire pequeño burgués, es uno de los barrios con mayor encanto de Bruselas. Las tiendas, los edificios, las placitas tienen un aire decadente encantador. Me siento a tomar un café en la Place du Grand-Sablon. A mi lado, dos hombres de mediana edad bien vestidos, elegantes y un punto sofisticados, charlan recostados descuidadamente en las butacas. Por alguna razón me recuerdan a los personajes de las películas de Visconti. Al fondo de la plaza, Notre-Dame-du-Sablon, la más tardía de las iglesias góticas de la ciudad. y, a continuación, un jardín encantador, la Place-du-Petit-Sablon, de estilo francés, rodeado de rejas coronadas por 48 estatuillas de bronce representando los gremios.

 

 

 

Cruzando el Petit Sablon, el pasaje Marguerite Yourcenar  da acceso a otro precioso parque, a estas horas casi desierto: los Jardines del Palacio Egmont, que veis sobre estas líneas. Y os dejo con Mireille Mathieu y Charles Aznavour: Une vie d’amour. (Con ellos os había dejado, pero retiraron el vídeo de Youtube, así que lo sustituyo por La vie en rose, interpretada por Mireille Mathieu)