En Bruselas, visito el Museo Magritte y aprendo a mirar su obra con otros ojos, lejos de las clasificaciones que empobrecen y limitan, intentando dar respuesta a las preguntas que sus imágenes me sugieren, a los paisajes que me invitan a descubrir. He realizado este viaje por su obra cronológicamente, como se van desplegando ante mi, y así os la voy mostrando, eligiendo los cuadros que me atrapan. Habíamos dejado la visita, en la anterior entrada, en el momento en que René Magritte abandona París y regresa, con su mujer, Georgette (protagonista de tantos lienzos y dibujos) a Bruselas.
Comienzan los años treinta. Magritte dice del surrealismo que antes tanto le había interesado: «La palabra surrealismo no significa nada para mí. Igual que la palabra Dios: son términos que sirven para resumir o deshacerse de una preocupación». Comienza su andadura por el arte conceptual, profundiza en el sentido de la imagen, en los significados y los significantes, y aumenta su exigencia hacia el espectador.
Se interroga sobre la naturaleza del arte. Me resulta complicado elegir entre los cuadros que vi en el Museo, pero quizá este sería el primero que me llevaría, Le Vogageur (1937), con el que abro el comentario. Os aconsejo mirarlo primero en su conjunto, el mundo flotando en su cielo, sobre el mar en calma, y luego acercaros al viajero y observad. Preguntaros. ¿Qué significan para el pintor este conjunto de objetos que conforman su mundo? ¿Y para nosotros? ¿Cuál sería el nuestro?
Debajo, el Portrait d’Irene Hamoir (1937). El espejo, elemento fundamental en la obra de Magritte. Desde finales de los años veinte explora sobre el espejo y sus significados, la identidad y la imagen. Irene Hamoir es una poeta y novelista belga, una figura del surrealismo. A su derecha, otro de los más sugerentes lienzos del Museo, Le Retour (1940), que inmediatamente me hizo pensar en mi hija. Debajo, un pequeño dibujo, insignificante, expuesto en una vitrina junto a fotografías y escritos varios, pero este pequeño trozo de papel me enterneció. Vie de famille (1947). Una hermosa metáfora del amor familiar. A su derecha, Le Galet (1948)
Espléndido, aunque para mi gusto más convencional, Lola de Valence (1948), y a su derecha otro cuadro que me habría llevado debajo del brazo, con el que me siento especialmente identificada, Le génie bonhomme, de 1958. «La libertad es la posibilidad de ser, y no la obligación de ser», sostiene. Algo tan frágil, tan efímero en su plenitud como una hoja, aislada, se asoma a una ventana abierta al cielo, libre o cautiva, abrigada o cercada. Debajo, otras dos obras espléndidas: La Voix du sang, de 1961, y La belle captive, de 1967, que volví a regalarle a mi hija. Y cierro con un bronce de 1967, un homenaje a Madame Récamier de Jacques-Louis David, titulada Perspective. A la derecha reproduzco el lienzo del pintor francés. La que fue una de las mujeres más notables, bellas e influyentes de su época se convierte en un ataúd recostado en la misma chaise longue. Me impactó.