El centro de Bruselas es pequeño y, aunque en distintas ocasiones tomo el metro para desplazarme a alguno de sus barrios, procuro aprovechar la falta de lluvia para recorrerlo a pie. Abrigada por esta boina de nubes me dirijo a la Grand Pace a través de uno de sus magníficos parques, el Parc de Bruxelles. A lo largo de mi recorrido me sorprende ver grupos de militares, armados hasta los dientes, patrullando la ciudad, con sus amenazadores camiones aparcados en las aceras. Bruselas está alerta. Durante los días que he vivido aquí los he encontrado por todas las esquinas. Esta ciudad ha sido muy castigada, y los bruselenses tienen miedo.
Pero nada turba la atmósfera apacible que se respira. Sospecho que debo caminar sonriendo, porque muchos transeúntes me sonríen al pasar. Pacientes, me repiten despacio las instrucciones cuando pregunto cómo llegar a mi destino.
Otoño en Bruselas. El parque está precioso, desnudándose y cubriendo de ocre los paseos. Las castañas caídas me trasladan a mi infancia. Es la hora del almuerzo y los adolescentes se han adueñado de los jardines, bajo las estatuas escondidas tras el follaje. Pese al frío, me siento en un banco algo apartado y les observo.
Y recuerdo mi adolescencia y la música que entonces me acompañó. El francés es la lengua de mis primeras canciones, la que en mi niñez estudiábamos en el colegio. Me coloco los cascos y escucho a Moustaki. Con él os dejo.
(Cuando el otoño está a punto de esfumarse, me topo con esta entrada que se quedó en el tintero cuando os conté mi visita a Bruselas. Como me resulta entrañable, aunque a destiempo, os la ofrezco).