Artemisia Gentileschi es una de las figuras más apasionantes del barroco italiano, no solo por la gran calidad de su pintura (más valorable teniendo en cuenta las enormes dificultades que una mujer debía superar si quería dedicarse a ella profesionalmente, como es el caso), sino por el modo en que su arte se engarza con su vida. Hace tiempo traje su figura a Mi casa, y desde entonces he tratado de disfrutar de su pintura siempre que he tenido ocasión. Pocas veces, si os soy sincera.
Ahora se presenta una ocasión perfecta, ya que el Museo de Roma acaba de inaugurar la exposición más exhaustiva que se ha montado sobre la pintora romana, Artemisia Gentileschi e il suo tempo, que reúne más de cien obras y que me perderé como no suceda un milagro que me permita volver a Roma antes de que se clausure. Para quien pueda permitirse ese lujo, alerto de la muestra desde Mi casa. En cualquier caso, merece la pena adentrarse en el mundo de esta mujer extraordinaria, que fue capaz de superar el horror y conquistar su libertad.
Porque Artemisia, hija del pintor Horazio Gentileschi, fue sistemáticamente violada por un amigo de su padre, Agostino Tassi, comandado por este para enseñar a dibujar a su hija cuyo talento con el lápiz se manifestó desde la infancia. Artemisia finalmente le confesó a su padre las agresiones de Tassi, que fue denunciado a las autoridades y sufrió una ínfima condena en prisión, después de que el tribunal se convenciera del delito tras haber sometido a Artemisia a torturas, interrogatorios extenuantes y vejaciones múltiples. Todo el espanto que la pintora vivió se proyecta en su obra. Abro con Susana y los viejos, que evoca la leyenda bíblica en la que dos ancianos tratan de pervertir a una joven. Según el Libro de Daniel, terminaron responsabilizándola a ella del delito y fue condenada a lapidación por adulterio.
Arriba, a la izquierda, Judith decapita a Holofernes, otro tema habitual de su pintura. Impresiona la determinación de Judith, pero casi más la firmeza con la que su compañera sujeta al hombre. A la derecha, Salomé sostiene la espada con la que ha decapitado al Bautista, cuya cabeza yace en el cesto que porta la criada. Seguimos descendiendo: a la izquierda, la judía Jael clava un cincel en la cabeza de Sísara, general del Ejército de Canaán, en guerra con Israel. A la derecha, Esther intercede por su pueblo ante el rey persa Asuero, casi desmayada por el miedo ya que presentarse ante el soberano sin ser convocado era castigado con la muerte. Y termino con tres autorretratos de la pintora: pintando, tocando el laúd y representando a una mártir.