Escuchar a compositores rusos interpretados por una orquesta rusa es un reclamo al que no me puedo sustraer. En mi imaginario construyo una identidad rusa derivada de mi percepción de su música, en ocasiones colérica y amenazante; en otras envolvente y sutil; sentimental, honda, trágica, enérgica y avasalladora, a veces tan dulce y triste, tan vulnerable. Es difícil mantenerte impávido cuando escuchas a un clásico ruso porque siempre te increpa, te sacude y te obliga a involucrarte. Hace unos días la Orquesta Sinfónica del Teatro Mariinsky, dirigida por mi admirado Valery Gergiev, llenó el Auditorio de Madrid de sones rusos.
Comenzó con la Suite de «El cuento del zar Saltán», de Rimski-Kórsakov, una de las quince óperas del compositor basadas en cuentos fantásticos y leyendas populares., menos conocida que El vuelo del moscardón, interludio del acto III. Después fue la Rapsodia sobre un tema de Paganini, de Rachmaninov, con Serguei Redkin al piano. Me gustó mucho este joven pianista, que nos ofreció de propina un magnífico El Vocalise op. 34 nº 14 de Rachmaninov. El último de los 24 Caprichos para violín solo op. I de Paganini, que ya había inspirado a Listz y Brahms, está en la base de este precioso conjunto de variaciones, algunas extraordinarias, como la XVIII.
La segunda parte del concierto comenzó con un cuento de hadas, El lago encantado, de Liadov, una pieza deliciosa, y concluyó con las Danzas sinfónicas op. 45 de Rachmaninov, su última obra, escrita siendo septuagenario, dedicada a la Orquesta de Filadelfia con la que había trabajado durante su período americano. Es esta una pieza compleja, abrumadora en ocasiones, que me dejó sin aliento. Como bis, Gerguiev nos ofreció Lullaby and Finale del ballet «El pájaro de fuego» de Stravinsky. Yo os dejo con Rachmaninov.