Escuchar a Beethoven es siempre un gozo. Cualquier momento es bueno para disfrutar de cualquiera de sus composiciones, creo que cualquier estado de ánimo las recibe con la misma complacencia y gratitud, cosa que no ocurre con la mayoría de las piezas musicales de otros compositores. Quizá por eso se hable de la profunda humanidad que late en su música. En esta ocasión, la Orchestre de la Suisse Romande interpretó el Concierto para piano y orquesta núm. 4 en sol mayor, con Nelson Goerner como solista, y la Sinfonía núm. 5 en do menor, tras el descanso.
El Concierto núm. 4, pese a que no es de mis preferidos, se hubiera merecido mayor emoción en su interpretación. La frialdad de Goerner se transmitió al público (es fascinante como se transmiten las emociones a través de la música, el margen de libertad con la que cuenta el instrumentista aún ateniéndose estrictamente a la voluntad del compositor), y el concierto se redujo a una hermosa pieza interpretada con oficio. Todo cambió en cuanto sonaron los primeros e inconfundibles compases de la 5ª. Para el director de orquesta y compositor alemán Wilhelm Furtwängler: «El comienzo de la Quinta es tan insólito que aparece como único en toda la historia de la música. No nos encontramos ante un tema en el sentido corriente de la palabra, sino frente a cuatro compases que juegan el papel de un epígrafe, de un título con letras mayúsculas». Y así es: esos cuatro compases siempre te sorprenden con su fuerza arrolladora. Bajo la batuta de Jonathan Nott Bethoven sonó pleno, quizá no tan excelso como con las grandísimas agrupaciones sinfónicas, pero suficientemente hermoso como para hacernos salir del Auditorio con el corazón ancho y una sonrisa en los labios,
Os la ofrezco por la Filarmónica de Berlín dirigida por Von Karajan: