Beyond Caravaggio, la exposición que ha tenido lugar en la National Gallery londinense, bien valía una visita a la ciudad. En realidad, solo por contemplar El beso de Judas (1602), el lienzo con el que abro el comentario, habría merecido la pena el viaje. Es un cuadro verdaderamente extraordinario en todos sus detalles. Si ampliáis la imagen podréis hacer un recorrido por la tela, una vez impactados por la fuerza del conjunto, la extraordinaria composición, la utilización de la luz y el dramatismo de esos claroscuros que favorecen la teatralidad de la escena. Fijaos en los rostros, en la resignación de Cristo, el grito espantado de Juan, la zafia determinación de Judas, que parece agarrar el brazo de Jesús con una garra, en el rostro atento de Pedro, que alza la mano como queriendo auxiliar a Cristo, avanzar hacia él.
Michelangelo Merisi da Caravaggio, el maestro entre los maestros, el más grande pintor de su tiempo y el que más influencia ejerció entre sus contemporáneos. Un pintor que me fascina, cuya obra pudimos contemplar el verano pasado en el Museo Thyssen de Madrid, en una exposición, Caravaggio y los pintores del Norte, que por algún motivo que se me escapa no traje a Mi casa pero que me permitió disfrutar de alguno de los cuadros que ahora se muestran en Londres, como el Niño mordido por una lagartija, arriba a la derecha. A la izquierda, Niño pelando fruta.
La exposición trataba de mostrar el modo en que su pintura marcó el trabajo de otros tantos artistas que, desde mi punto de vista, y quizá con la excepción de nuestro Ribera (aún así salvando las distancias), empalidecen a su lado. No solo se trata de la sin duda mayor calidad artística de la obra del milanés, que parece escapar de sus marcos para abalanzarse sobre el espectador, sino de la enorme personalidad, del avasallador carácter del pintor que emana de cada uno de sus lienzos. Sobre estas líneas podéis comparar dos cuadros: a la izquierda Jugadores de cartas, de Caravaggio, realizado en 1594; a la derecha The fortune teller, de Bartolomeo Manfredi, firmado en 1615/20.
Orazio Gentileschi es un pintor por el que siempre he sentido curiosidad, no tanto por la calidad de su pintura (que la posee, sin duda) sino por haber sido el padre de Artemisia Gentileschi, una notable pintora con una biografía apasionante, de la que os hablé largamente en anteriores entradas. No he visto muchos cuadros de Orazio, no conozco su obra en profundidad, pero si recuerdo un pequeño formato precioso en el Museo de Bellas Artes de Nápoles. También padre e hija recibieron la influencia directa de Caravaggio, como atestigua el lienzo que os muestro a la izquierda, David y Goliat, firmado por Orazio entre 1605 y 1608. A la derecha, una obra del maestro, Cena de Emaús, de 1601. Otro cuadro que merece la pena ampliarse y observar con detalle. Cada una de las figuras posee un tratamiento soberbio, pero fijaos en el discípulo de la izquierda, en la potencia de esa figura a punto de levantarse de la silla cuando reconoce a Jesús resucitado, o el asombro del de la derecha, maravillado por el milagro. Nadie como Caravaggio para dotar a sus personajes de humanidad.
En estos dos cuadros con los que cierro volveréis a comprobar el magisterio del milanés. A la izquierda La incredulidad de Santo Tomás, de Giovanni Antonio Galli, apodado El Spadarino, realizado en 1620, y a la derecha el mismo tema de la mano de Caravaggio pintado casi veinte años antes. Las diferencias entre ambos son evidentes. Y esas cuatro cabezas, extraordinarias.