Hacía tiempo que no iba a la ópera; lo astronómico de los precios de las entradas la convierten en un espectáculo vedado al común de los mortales. ¿Cómo pretenderán que la gente joven se aficione si la inmensa mayoría ni sueña con poder pagar una entrada en la que pueda ver el escenario, aunque sea a vista de pájaro? A una de esas butacas cercanas al cielo, me encaramé anteayer, entregada al disfrute de una de mis óperas fetiche, cuya versión por Maria Callas escucho insistentemente desde hace años.
No puedo negar mi disfrute. ¿Cómo no sentir placer ante una obra tan exquisita, con tal de que los cantantes no desafinen y la orquesta no destroce la partitura? Pero lo cierto es que no logró emocionarme más que en algunos momentos de la segunda parte, cuando la voz de la soprano, Maria Agresta (muy justita) parecía haberse calentado algo. Pero el personaje le venía grande de principio a fin. ¡Qué lástima su Casta Diva, mientras resonaba en mi memoria la maravillosa interpretación de la Callas! Me gustó más la mezzo Karine Deshayes, aunque tampoco me resultó excepcional. Para mi gusto el que mejor defendió su papel fue Gregory Kunde como Pollione. En cuanto a la puesta en escena, me gustaron las proyecciones y la atmósfera tenebrosa y amenazante del bosque de los druidas, aunque el elemento escenográfico principal fue un enorme tronco de árbol desmesurado y artificioso, a mi entender.
Aquí tenéis una Norma memorable, la de Joan Sutherland en 1978, en la Ópera de Sydney:
Después, todavía con la música de Bellini envolviéndome, di un paseo por los alrededores del Teatro Real. Recién llegada de Bruselas, que se acuesta tan temprano, la animación de la noche madrileña me dio vida.