«La bruma helada devoró el perfil de las últimas chozas y la caravana penetró otra vez en el vértigo de aquella blancura angustiosa, sin asideros ni horizontes. Fue en ese instante cuando Liev Davidovich consiguió entender por qué los habitantes de aquel rincón áspero del mundo insisten, desde el origen de los tiempos, en adorar a las piedras.
Los seis días que policías y desterrados habían invertido para viajar de Alma Atá a Frunze, a través de las estepas heladas del Kirguistán, envueltos en el blanco absoluto donde se perdían las nociones del tiempo y la distancia, le habían servido para descubrir lo fútil de todos los orgullos humanos y la dimensión exacta de su insignificancia cósmica ante la potencia esencial de lo eterno. Las oleadas de nieve que caían de un cielo de donde se habían esfumado las trazas del sol y amenazaban con devorar todo lo que se atreviera a desafiar su demoledora persistencia, se revelaban como una fuerza indomeñable, a la cual ningún hombre se podía enfrentar: suele ser entonces cuando la aparición de un árbol, el perfil de una montaña, la quebrada helada de un río, o una simple roca en medio de la estepa, se transmutan en algo tan notable como para convertirse en objeto de veneración: los nativos de aquellos desiertos remotos han glorificado las piedras, pues aseguran que en su capacidad de resistencia se expresa una fuerza, encerrada para siempre en su interior, como fruto de una voluntad eterna.»
Después de haber terminado con toda su saga dedicada al detective Mario Conde, leo maravillada El hombre que amaba a los perros. Muy grande, Padura.